En las relaciones internacionales se presentan situaciones de hegemonía. En el marco del libre mercado las grandes empresas de comunicación se han movido en el “libre flujo de información”, lo que para algunos supone la pérdida de independencia y el desigual intercambio de mensajes controlados por unos pocos.
Así se leía en la Declaración de la reunión de las naciones no alineadas en Nueva Delhi en 1976: “Ésta situación perpetúa la época colonial de dependencia y dominación. Pone los juicios y decisiones acerca de lo que debe conocerse y cómo se le deba conocerse, en manos de unos pocos”.
No se puede entender la comunicación mundial, más que como parte del sistema económico reinante. La comunicación a nivel global pretende integrar los diferentes engranajes de las diferentes sociedades que habitan en todo el mundo.
La comunicación es un sistema industrial con un marcado carácter unitario e integrador.
Gracias al modelo actual económico-político las culturas de cada país sufren de cambios cada vez más bruscos e igualmente continuos. Es de esperarse que los países con mayor poder político y comercial expandan sus costumbres y estilos de vida a regiones que dependen de ellos económicamente. En este contexto de intercambio cultural la comunicación juega, una vez más, el papel protagónico.
Las costumbres locales y hasta comunidades alejadas del manto del capitalismo tienden a desaparecer con la complicidad de los medios de comunicación que no dan cuenta de ello porque existen otros aspectos más importantes que la sociedad no puede ignorar. Así lo evidencia Ignacio Ramonet en un artículo de Le Monde: “Los amos imponen su modelo empezando por cosas insignificantes: los zapatos tenis, los pantalones vaqueros, las bebidas refrescantes, las hamburguesas, los graffitis, Walt Disney, la música rock…”
Lo que quiere el modelo capitalista es que sólo exista un tipo de cultura:
la del consumismo.